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GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER: TAPIAS, TIERRA, VEGETACIÓN, ANIMALES …..ARQUITECTURA

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No siempre la arquitectura define un mundo cerrado en el que todo lo físico está controlado por la intención de sus autores. En muchas ocasiones la arquitectura se limita a crear un marco, dejando un interior libre para que sea ocupado por la naturaleza. Me refiero a imágenes que hemos visto en solares, en ruinas… en terrenos circundados por muros, en los que unos elementos arquitectónicos limitan un espacio en el que crece  libremente la vegetación. 

 De esa, fortuita o intencionada, combinación de intervención humana y naturaleza, surge muchas veces la belleza.

 Durante su estancia en el Monasterio de Veruela, Gustavo Adolfo Bécquer escribió para ser publicadas en el periódico las “Cartas desde mi celda”. En la III narra una excursión que hace a un pueblecito situado en las faldas del Moncayo.

 En la entrada del pueblo descubre el pequeño cementerio y lo cuenta así:

 “Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos de musgo en los ángulos, cercan un pedazo de tierra, en el cual la poderosa vegetación de este país, abandonada a sí misma, despliega sus silvestres galas con un lujo y una hermosura imponderables. Al pie de las tapias y por entre sus rendijas, crecen la hiedra y esas campanillas de color rosa pálido que suben sosteniéndose en las asperezas del muro hasta trepar a los bardales de heno, por donde se cruzan y se mecen como una flotante guirnalda de verdura…

 Allí, en medio de algunas espigas, cuya simiente acaso trajo el aire de las eras cercanas, se columpian las amapolas con sus cuatro hojas purpúreas y descompuestas las margaritas blancas y menudas, cuyos pétalos arrancan uno a uno los amantes, semejan copos de nieve que el calor no ha podido derretir …. Una brisa pura y agradable mueve las flores, que se balancean con lentitud, y las altas hierbas, que se inclinan y levantan a su empuje como las pequeñas olas de un mar verde y agotado. El sol resbala suavemente sobre los objetos, los ilumina o los transparenta, aumentando la intensidad y la brillantez de sus tintas, y parece que los dibuja con un perfil de oro para que destaquen entre sí con más limpieza. Algunas mariposas revolotean de acá para allá haciendo en el aire esos giros extraños que fatigan la vista que inútilmente se empeña en seguir su vuelo tortuoso; y mientras las abejas estrechan sus círculos zumbando alrededor de los cálices llenos de perfumada miel, y los pardillos picotean los insectos que pululan por el bardal de la tapia, una lagartija asoma su cabeza triangular y aplastada y sus ojos pequeños y vivos por entre sus hendiduras, y huye temerosa a guarecerse en su escondite al menor movimiento….”

 Describe Bécquer con su bellísima prosa las tapias, la tierra, el musgo, la hiedra, las hierbas, las flores, la brisa, el sol, las lagartijas, las mariposas…. y recrea un lugar que evoca tantos otros en los que la intervención del hombre ha quedado limitada a unos pocos elementos.  

 Más adelante en esta misma carta Bécquer compara el pequeño cementerio con los de las grandes ciudades: “aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una tienda de géneros ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricas y enarenadas, como las avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de un jardín con flores sin perfume y verdura sin alegría me oprimen el corazón y me crispan los nervios.”

 Con estas líneas también es fácil viajar mentalmente a tantos sitios conocidos, en los que seguramente sobre la intención humana por proyectarlo todo y falte la humildad de dejar hacer a quien no se controla: al tiempo, a la naturaleza.

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